Henri Bergson (1859-1941) osó plantar la bandera de la metafísica, tal vez por última vez, en mitad de aquellos fenómenos que la ciencia era incapaz de esclarecer, como la interacción cuerpo-mente, la memoria o las causas de la variación genética. Allí donde los filósofos habían hecho del tiempo una degradación de la eternidad o una forma de nuestra sensibilidad, él lo ubicó como principio absoluto del método filosófico, haciendo de la intuición un «pensamiento en duración». Pero la aportación bergsoniana no acaba ahí. Su insólita concepción diferenciante del tiempo lo ubica como un referente absoluto de la ñlosofía continental de la segunda mitad del siglo xx, que no ha dejado de retomar cuestiones, como la superación de la condición humana y de la pareja sujeto-objeto, que Bergson abordó de forma ya clásica. En él el viejo espiritualismo francés, heredero de la sutileza de Pascal y vigorizado con la fuerza del romanticismo alemán, se sacude la pereza y se sumerge de lleno en el estudio de la ciencia a fin de arrebatarle sus armas al enemigo positivista, que amenazaba con reducir la conciencia a un mero adorno cerebral.
Manuel Cruz (Director de la colección)