Al comenzar el verano del 44 a. C. Cicerón sufría en sus propias carnes la agitada situación de Roma. A comienzos de año había soportado como una pesada losa su exclusión de la vida política por culpa del imparable ascenso del poder personal de César tras la Guerra Civil y la subsiguiente degradación de la
vieja República. El 15 de marzo fue una fecha clave, con el asesinato de este a manos de unos senadores conjurados. En Cicerón nació la esperanza de que podía abrirse un período de nuevas oportunidades, pero pronto comprobó que no era así. Se produjo una situación de caos e incertidumbre. Se proclamó una amnistía y Bruto y Casio dejaron Roma, aun ocupando el cargo de pretores, mientras que Marco Antonio permanecía como cónsul. Todo se había trastornado: la falta de programa político de los conjurados generó una notable inestabilidad y Marco Antonio mantuvo la línea de acción política del asesinado dictador, permitiendo que grupos armados de sus partidarios actuaran en la Ciudad. En abril siguiente
Octaviano, el sobrino nieto adoptado por César y futuro Augusto, regresó apresuradamente a Roma y polarizó la situación entre sus partidarios y los de Antonio. Cicerón vio en este último y en sus medidas cada vez más radicales al enemigo real que debería haber perecido junto con el dictador.