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A puro despecho

Epigramas para después del bar

Description:...

 Sobre A Puro Despecho 

de Luis Perozo Cervantes

Víctor Azuaje


El despecho, muchas veces, no indica quién en una relación amó más, sino quién amó de último. Esa duración, sin embargo, se parece a la de los accidentes: el tiempo se congrega abrupta e intensamente en torno a un dolor opaco. Ante el espeso golpe de la desdicha, algunos de los que aman tardíamente prefieren desplomarse en la inconsciencia, otros prueban a recuperar al ser amado, otros quieren cruzar el horizonte de lo insoportable, mientras que otros se atreven inestablemente a habitarlo. Hay quienes se atreven a más y levantan un registro de su estadía en ciertas ridiculizadas parcelas de la angustia. Entre ellos se encuentra A puro despecho de Luis Perozo Cervantes.

Mucho más importante que el hecho de que este libro sea escrito por un hombre y un poeta, es el hecho de que el yo poético lo sea. Esto ha impuesto ciertas convenciones. Una es la del llanto —reacción natural si tomamos en cuenta que para muchos hombres el despecho es literalmente un destete—:


Por un momento pensé en sentarme a llorar

hasta que tú volvieras


para ser sincero

  lo hice


Si el lloro es una exigencia de las convenciones, citar a Javier Solís, a Vicente Fernández o el fatal Neruda de Los veinte poemas es otra. El problema es apropiarse de ellas sin convertirse en adefesio, cómo no renegar y cómo incluir a los maestros del género, el lugar común de la música y la metonimia del alcohol gemebundo.


pasé a Sabina

luego a Pedro Infante

terminé en Javier Solís

con delirium tremens


Perozo Cervantes resuelve el problema de las obligadas convenciones melodramáticas del despecho con el empleo de una estructura casi telenovelesca, que incluye la temida palabra “FIN”. De un poema a otro —de una escena a otra— observamos lo que los en estos casos inútiles manuales de autoayuda llaman el proceso de duelo. (Pero no se tome de aquí imprudentes estrategias como el acoso a la expareja.) Los ambientes, personajes y lenguaje de separación y pérdida son conocidos: el tribunal, jueces y abogados, los amigos, las interrogantes sobre el otro, sobre lo que nos pasó, las posesiones compartidas y disputadas, y “la solución, muy ortodoxa / de morirme de amor”. Todo es casi banal y todo es casi trascendente, y ello da la clave del dilema planteado en estos versos:


Hay que meterle un poco de dignidad al poema

la lloradera puede aburrir al lector

o ¿acaso no valen los despechos orgullosos?


Es necesario entonces un poco de dignidad, la dosis suficiente, en textos sobre el despecho orgulloso. Este no es un libro acomplejado por su tema. Vale repetirlo: estos textos quieren hablar con algún orgullo del orgullo del despecho: el orgullo herido del despechado y el orgullo sentido por estar despechado. A pesar de los peligrosos límites de la sensiblería, este énfasis en el orgullo es necesario. El despecho como destete es también desatención inexplicable, el desplazamiento injustificado —para quien lo sufre— del afecto y del interés: “estás cambiando a un artista / por un deportista ... pero piénsalo bien, / hay una inmortalidad de por medio”.

Temáticamente, el libro se mueve a puro despecho, a fuerza de él. Pero no hay despecho puro, no mezclado. Por ello cuando el poeta —el del poema— confiesa


Esto que me pasa

es más complejo


depende de la tristeza

(y palabras parecidas a la misma),


el poeta, el que escribe A puro despecho, corre dos peligros. Uno es pretender recorrer todos los virajes de la desesperanza, escribir la versión contrariada de El diario de un seductor y someter el despecho a la estrechez de un sistema. Otro es la dificultad de sostener la tensión poética con un tema de la sensiblería. Este peligro se acentúa por la negativa del yo poético a invocar la dialéctica perdedora que fue muy del gusto de Borges —“sólo es nuestro lo que perdimos”— y que Serrat repitió así: “nada más amado que lo que perdí”. (Citar a Serrat es también una convención del despecho.) El poeta en el texto se resiste a esa monserga y se decide por multiplicar el lamento, por mantenerse en el despecho, en su “actitud continua / cotidiana / formada en la supervivencia”. Perozo Cervantes, sin embargo, elude el comentario perpetuo del que hablaba Kierkegaard al brindarnos textos en su mayoría cortos que varían pocos motivos: la súplica, la queja, el recuerdo y la reflexión acongojada.

No nos equivoquemos: la reflexión acongojada no es una disciplina del conocimiento sino un mecanismo de supervivencia. Es producto de un doble orgullo: el del corazón y el de la razón. Poetas y filósofos han enfatizado la importancia y la necesidad del azar en las relaciones amorosas. Nadie o muy pocos, sin embargo, aceptan el azar en el abandono; para la negación siempre hay un por qué. Nadie nos deja inexplicablemente. Por ello el poeta recurre a los tecnicismos jurídicos, a las irónicas notas al pie de poema, a las tachaduras, al formato del email reenviado, a cualquier apariencia de racionalidad que le permita ir “haciendo su coartada” orgullosa. Pascal estaba equivocado: hay razones del corazón que la razón conoce. Pero la reflexión del despecho no devuelve una síntesis del vacío y del desconcierto ni alivia el malestar de la ausencia. Lo suyo es el mientras tanto, formular interrogantes que en realidad son reclamos, porque las respuestas se esperan del ser amado.

Ahora que todo se termina

tengo algunas dudas: 


> ¿Debo seguir dándote un regalo especial de cumpleaños?

> ¿Debo pensar en un poema para subirte el ánimo cuando vengas cansada del trabajo?

> ¿Debo estar pendiente del aniversario de tus padres? ¿El día del Santo de todas tus hermanas?

> ¿Debo decirte dónde voy a estar el sábado en la noche?

> ¿Debo seguir amándote?* 

* Por favor, responde pronto, estoy desorientado.

El inquebrantable silencio amoroso revela que, en A puro despecho, las preguntas son las respuestas. Apartada la dialéctica perdedora, el ansia de recuperación adopta esa lógica en los lamentos de la duda. ¿Qué busca este despechado incejable con su carpeta de versos?: una razón para continuar esperando.


¿Qué culpa puedo tener?

la esperanza es lo último que se pierde


Es fama que Sartre invitó a Octavio Paz a su casa para preguntarle por José Alfredo Jiménez y que Paz no pudo contestarle porque no lo conocía y porque quizá no salía del asombro de escuchar al filósofo cantar “Vámonos, donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal...”. No quiero exagerar la contribución de nuestra experiencia en la recepción de un texto, pero ciertas lecturas requieren de una atmósfera o sentimiento. Los griegos, que algo supieron de distancias y abandonos, hablaban de empatía. Creo que a fin de no repetir el bochorno de Paz y leer a plenitud A puro despecho, al lector le conviene un lugar con aires de cantina e incluso provocar un conato de abandono. ¿Someterse a unos versos por una emoción?, se me preguntará. ¿Acaso otra cosa hacía Sartre?


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